lunes, 13 de junio de 2011

El parto del cielo


Con unos acordes que bajan una escalera decididamente primero, con cautela después, empiezo a escribir con esta incertidumbre de qué decir esta vez, cómo empezar y cómo seguir...Y sin embargo llevo días con este desasosiego, con este ahogo, este desbordado y nervioso regurgitar de las palabras en el estómago, queriendo gritar algo y no sabiendo qué ni si hay permiso ni deber...


Con lenta cocción, en un domingo especial cualquiera, dirección a la ciudad de las luces amarillas, ahí empezó a cocinarse mi teoría del nacimiento de las nubes, mientras una llantina en el ambiente volvía aquel día brillante, soleado y caluroso, en un mediodía muy muy caluroso de invierno, pero de invierno...Ese no saber qué pasaría y sin embargo temiendo que lo sabía me hizo fijarme en lo níveo de las nubes, tan mullidas, perfecto asiento para los espíritus, y para los vientos con alma que se cansan de soplar. Se me ocurrió buscar y dar explicación a ese terciopelo blanco tan bruñido que a ratos ciega y encandila el rostro hasta envejecerlo... ¿De dónde? ¿De dónde venía todo aquello?

Hete aquí, que en ese domingo con un deseado futuro violeta, con un verdadero futuro gris pasado por aguas casi de mayo, vi a aquel alfarero corredor de palacios con ángulo, palacios habitados por estrellas negras cuyo despotismo les impedía brillar. Con manos gigantes tan viriles, y a la vez tan suaves y tersas como la más joven ninfa se encargaba de moldear con amor la sangre condensada de los ángeles, haciendo de esa mousse escarlata, nido, pasadizo, y postre de los cuervos, antaño los fénix del universo.

Las estrellas negras llevaban eones urdiendo la sombra de la tierra. La sombra roja. El cielo se taparía con la sangre de los ángeles, y si ellas negras no podían dar luz a los hombres, nadie ni nada lo haría; este orbe mutaría en útero gigante. Y se valdrían para la talla de cada sangría, de aquel esclavo alfarero desprendido de aquel martilleador de gotas melódicas apodado piano.






El antiguo pianista ahora reconvertido a cuajador de sacrificios guardaba un secreto. Tenía un hijo con Priscíade, el arcángel bastardo de dios, un repudiado por tener pecho y sexo...Y de una noche tan oscura como el sótano del océano nació Lelahel, el ángel con el don de la luz.


Y a Lelahel le tocó morir, y a su padre recoger su sangre y con ella adoquinar el firmamento. Mientras a Lelahel se le iba la vida como se le desollaban las alas, al alfarero le caían las lágrimas que se hendían en las nubes rojas para teñirse de negro, y ya de luto horadar la gloria, el purgatorio, el infierno, y más abajo, el suelo, la tierra. Y con la caída de la primera lágrima negra en la laguna Estigia, empezó sin más, a gotear más y más de las nubes rojas mientras los cuervos se iban empapando y mudando su solemne y cromado pelaje, a una pelambre negra como el carbón, y a eso más adelante se le llamó llover; el plimplín de las gotas eran una sucesión de martilleos musicales, como el piano del alfarero, y a aquella música de nacimiento tan triste, se le llamó Nocturno.


En medio de todas aquellas primeras veces y del desplume del ángel, una de sus alas ya desnudas dejó perenne una única pluma; una llave. Blanca, como blanco era todo antes de que el universo existiese.

El alfarero conocía dónde se hallaba la Puerta de Tannhauser, allá donde su hijo se engendró, y supo que la llave aquella puerta abría. Y anduvo por la luz, y llegó a los jardines de la Vía Láctea, y durante dos meses y seis vidas y media exprimió sus anillos, embotelló su jugo, y lo portó en el mismísimo cinto de Orión, y aún de puro ingenio encolerizado ya de vuelta regó la negrura de la nada con aquel jugo, y con aquellas gotas nacieron las estrellas blancas…


Y a la vuelta a la tierra de los palacios angulosos amasó aquel mejunje luminoso y heterogéneo cargado de impurezas de otros cuerpos celestes, y con aquello puso fin a los cielos tempestuosos y oscuros, a las nubes de sangre; con aquello fabricó las primeras nubes blancas...


Y así termino con este cuento que solo a cachos se me ocurrió en un autobús mientras le intentaba poner cara a las nubes, mientras pensaba si la dicha me estrecharía la mano en aquellos días, si la novedad me guiñaría pícara un ojo en arras de algo que me alegrase el bimestre, o cerraría los dos y la novedad vendría con el polvo del camino…Y es que me llena la idea de poder darle origen a mi antojo a cada cosa en el mundo, de poder ponerle nombre a los momentos, a las horas, a la gente (otra vez)…Me vacía sin embargo que la Ley de Murphy conmigo sea Ley divina, se cumpla a rajatabla, y cuando algo pueda salir mal, salga peor…Fue un viaje que ya casi a la ida era de vuelta, con una noche por medio de poco sueño y mucha inquietud y decepción con el epílogo de ese libro, Destino.

Una señal de lo volado que estoy; de tan poco no se puede sacar tanto… ¿O sí…? Ajolá.
Hoy frase de libro porque sí:

"-...no te aguarda una vida fácil a mi lado.
-Eso no me asusta. No nací para tener una vida fácil."
                        La leyenda del Rey Errante. Laura Gallego García.



Astra las estrellas astrománticos!

viernes, 3 de junio de 2011

El pastor // El manzano


El pastor

El aroma cálido de la infusión de hierbas daba al encuentro un olor entrañable. El pastor con la vasija de barro en la mano, su cara curtida por las temperaturas extremas y una sonrisa serena me mira eternamente sin articular palabra. Espera que yo le hable. Como todos los hombres de montaña prefiere escuchar el sonido de lo ajeno, estar atento a lo que le rodea. Mi cansancio no me impide detenerme a observar la cabaña de piedra donde estamos sentados. Una única habitación donde los aperos de labranza, sacos, cacharros de barro, tijeras, romanas, se mezclan en aparente desorden. En una mesa pequeña hay varios botes de miel y en el techo las hierbas secas que nos ofrecen este delicioso momento. Tenía pensado fotografiar a este hombre y para ello me he traído una cámara, para tener constancia de la existencia del personaje que vengo buscando pero con esta luz tenue y con esta atmósfera de iglesia románica no voy a conseguir que sus rasgos se dibujen y por otro lado utilizar un flash aquí dentro parece un sacrilegio.

Doy un sorbo a mi infusión y un golpe busco de imágenes sube desde el paladar hasta mi cerebro; “Está bueno”. “Sí, es hierba luisa y manzanilla”. “No puede imaginar lo que he viajado para dar con usted. Vive usted en el otro lado del mundo… ¡Y tan alto…!”. “Usted vive en el otro lado del no-mundo, yo siempre estuve aquí. Son ustedes los que viven en hondonadas…donde las tormentas no se oyen, las estrellas no brillan y las nubes parecen estar muertas de quietas…”. “Sí, supongo que aquí todo es más natural, más auténtico.”  “Quítele el “más” a su frase. En su ciudad nada es ni siquiera una pizca natural”. No sé qué responder; su aspecto es tan saludable que tengo una sensación molesta conmigo mismo; una sensación de estar perdiendo mi tiempo en esta vida con asuntos banales, oscuros, burocráticos; es más…aquí hay tiempo, el tiempo existe, hay pausa para oler, saborear, dialogar. Incluso el asiento de corcho en el que estoy sentado es cálido, amable. Me doy cuenta de que en mi pantalón está lleno de zaragüeyas y de que mis zapatos están embarrados. La corbata me la quité a mitad de la cuesta. Mi indumentaria está claramente fuera de lugar. El pastor adivina mis pensamientos y me dice: “¡Hombre pero a quién se le ocurre…! ¡Qué menos que unas botas…! ¡Quédese aquí esta noche y verá para qué le sirve ese traje que lleva…! ¡Estoy seguro de que no ha pasado usted frío en su vida…!” “Hombre sí…allí también…” “¡Bah…! Deje, deje…quédese esta noche y ya me dirá…cuando esa camisa se le haga un cartón y note cómo su chaqueta tiene más agujeros de los que usted pensaba, ya me dirá. Bueno…usted me dirá cuál es el motivo de su visita”.

Le explico todos los pormenores de la herencia, trámites, papeleos y el inventario de enseres de los que se tiene que hacer cargo. Un embargo notarial no le hubiera puesto peor cara. Tras una pausa en la que parecía estar pensando me dice con una calma pactada con su ego impetuoso. “No quiero nada; absolutamente nada. Una vez me contaron que Alejandro Magno encontró a un mendigo llamado Diógenes metido en un barril y cuando le dijo que pidiera lo que quisiera, Diógenes le contestó: “Quítate de ahí, que me tapas el sol”. Yo le digo a usted: No me cause problemas, quédese usted con todo; dígame dónde tengo que firmar. Usted tendrá hijos y no creo que usted tenga tanto como yo, si no, no hubiera subido hasta aquí”.

A pesar de mis objeciones no me escuchó y firmó su renuncia a mi favor de todo lo heredado. Incluso me hizo añadir todo lo que poseía en la actualidad; bienes que serían de mi propiedad cuando muriera. “Ya que está usted aquí, aprovecho para hacer testamento. No tengo herederos.” “Parece que viene alguien”, digo con una mirada hacia la puerta. Efectivamente; el perro ladraba. Un campesino con un zurrón a la espalda entró con cara extrañada de ver a alguien en traje de chaqueta en aquel lugar. Sin saludar al pastor me dice: “¿Qué hace usted aquí?” “Verá, yo venía a decirle a…” Cuando me vuelvo nuestro anfitrión no estaba. Me quedé un tanto sorprendido pero continué: “Vine a informar a D. Ramón acerca de un asunto de herencias”. “A buenas horas…Ya habrá averiguado lo de su muerte…” “¿Lo de su muerte…? No entiendo. Acabo de hablar con él”. “¡No me diga…! ¿Es usted un guasón ¿eh?”. Me condujo afuera, a la sombra de un hermoso manzano debajo del cual había una sepultura de tierra aún removida en cuya cabecera había un bote de cristal transparente con una foto del pastor, con una sonrisa pícara que parecía excusarse por su travieso comportamiento. Su última voluntad estaba en el papel que tenía en mi chaqueta.


Francisco José Rodríguez Martín
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El manzano


A veces de tanto frío se congelaba; como poco se formaban dos dedos de hielo tan sólido y gélido como para no temer mojarse, y tan frágil como para no poner un pie en los alrededores hasta bien entrado mayo.

Pero ahora la laguna a la que se dirigían a lomos de aquella achicoria amarga con animadas orejas, a pesar de espejo, era toda cristalina y refrescante agua que templaría los cuerpos en los estertores del verano.

-         ¿Y a qué me traes, Ramón, a plena labor del sol y en este burro viejo?
-         Deja al burro, que no es más viejo que la mitad que tú y vigílame el prado a ver si oteando cazas manzanilla, que por muy perenne el mes que viene no crece más y en la casa no tengo más que hierba luisa y gordolobo.
-         ¡De esto me quieres! ¡De boticaria! ¡Bajo este hervor del que ya ni el pañuelo protege de que se me cocinen las trenzas!
-         ¡Allegría, por Dios! Parece mentira que te hayan acunado las vacas y las cabras y tengas esos carillos grana más del frío del resto del año que de este par de meses de falso estío. Hazle fiesta a tu nombre y espera, que a poco ya llegamos a la sombra de aquel manzano y te digo un par de cosas.

Ella resoplando de cocerse y por no hablar, se atusaba mientras el pelo, bajo el impoluto pañuelo que lavó en algún momento antes en la pileta con jabón de huevo y lavanda, estirando el cuello en búsqueda del árbol.

Ramón, animoso, canturreaba algo en bable, mientras se buscaba con una mano en el abultado zurrón y sacaba un pequeño piporro con el que regarse un poco la boca de agua.

-         ¿Quieres agua Allegría? Fresquita y limpia del manantial.
-         No se beber a chorro. ¿No tienes un vaso?
-         ¿Un vaso dices? – rió divertido, incrédulo y extraño.- Pues vaya...Déjame ver…Creo que aquí encuentro –rebuscando de nuevo en el zurrón- el tiesto donde pensaba guardar la manzanilla. Si te sirve…- se lo tendió y lo llenó con el mismo botijo del que bebió él -. La ciudad te cambió sin duda. Apuesto a que ya no sabrías cuajar un buen queso.
-         Tú no sabrías conducir un coche, por ejemplo.
-         Pero sí que se conducirte a la laguna donde por primera y última vez…En fin… y tú aún me preguntas adónde te llevo…Hemos llegado.


Se hallaban delante de un ignoto paisaje no muy propio de la alta montaña. El pasto lima iba muriendo para dar paso a unos pequeños juncos que coronaban la orilla de la laguna, y en ella, una pequeña barquita calafateada hasta darle a la madera un tono rojo tan oscuro que casi pareciese sangre oxidada. Allegría no sabía si le habían aturdido (y ruborizado) más las últimas palabras de Ramón, o la repentina familiaridad de aquel sitio, aquel laguito, aquella barca…

-         Sube mujer. Al otro lado de la laguna está el manzano; ahí nos ponemos a cubierto, bebemos, comemos y reposamos, por no hablar de la amena charla, claro. Sube que empujo.
-         Qué bonito es esto Ramón…Ya no lo recordaba…

Empujando mientras clavaba un pie en tierra y aguantaba el escozor del sudor  que le caía de la frente bañándole el ojo pronto puso a flotar la barquita, y se subió en ella después de atacar la calma del agua con su cabeza para refrescarse. El burro quedó pastando atrás mirando a ningún sitio como queriendo hacerse invisible y dejar formar parte de aquella escena. Ya en la barca Ramón tiró de remo para peinar el agua y avanzar recto por la laguna; él fingía hacer esfuerzos por navegar, a la vez que lanzaba alguna mirada de soslayo a Allegría, que más allá de la impaciencia o el sofoco del calor, ahora observaba brillante a su alrededor, nostálgica y arrepentida. El trayecto hasta la otra orilla fue silencioso y algo incómodo. Allegría creía saber por qué estaban allí los dos. Casi se podían escuchar hasta el croar de alguna rana, el jugueteo de los peces bajo la barca, o el frenético batir de las alas de los insectos entre el cañaveral. A Ramón le ardían las ya de por sí encalladas manos, por el calor y por el remar constante.
Un golpe sordo los sacó a cada uno de sus pensamientos. La barquita había tocado tierra. Los corazones iban cada uno a su ritmo, uno más desacompasado que el otro. Se acercaba el momento de “decir un par de cosas”, como había anunciado Ramón. Bajó él primero, y tendió una caballerosa mano para ayudarla a pisar en firme.

-         Aguarda bajo el manzano uno o dos minutos. Vuelvo en seguida.

Ella se tragó la voz, y no dijo nada. Siguió sus mismos pasos hasta el manzano y allí paró mientras Ramón aún se alejaba un poco más y subía un pequeño montículo perdiéndose de vista. Aquel árbol proporcionaba una sombra realmente apaciguadora, y sin duda fresca. No cabía duda de que allí, junto a su delgado tronco, bajo su copa, haría unos cuantos grados menos. El aire ya no abrasaba al respirar. Y la tierra que vestía sus raíces era mullida y se diría que hasta confortable.

-         ¡Tuvimos la ocurrencia de pensar que quizás esto era el Edén! – Ramón había vuelto, ataviado con una manta, una bota de vino, y un bote de cristal alargado, probablemente donde antes guardaba alguna fruta almibarada, cerezas en aguardiente, o quizás aceitunas. – Pensábamos que de este manzano nació el primer pecado. El sitio es idílico, desde luego. Y con esa idea, y aquella fantasiosa ingenuidad, - mientras hablaba extendía la manta en el suelo y ofrecía vino a Allegría que rehusaba beber- después de escapar tú aquella noche de la casa de tu abuelo, viniste aquí a medianoche; te besé; nos desnudamos y bañamos en el agua en un agosto aún más ardiente que este. E hicimos el amor. En el agua, y después secos, bajo el manzano. Pero hubo algo que no te dije. Y tú te fuiste a la ciudad. Y nunca más te ví.
-         No sabía que habías…
-         No te dije aquella noche que te amaba – le interrumpió él.- Y morí con ello. ¡Ah, sí…! Que había muerto. Bueno… ¡ya no éramos jovencitos precisamente! La tierra y el rebaño cansan mucho. Y me llegó mi hora simplemente. Si estamos aquí es porque le pedí a la muerte que me esperara apenas un tiempo. Ya sabes, siempre quedan asuntos que resolver…Tu hijo subirá aquí en un par de meses.
-         ¡Ay Ramón…! – Allegría era solo su nombre. Ahora lloraba y el arrepentimiento no era una sospecha sino un reguero de lágrimas.- Mi hijo…
-         Ahora, simplemente me permitiré la licencia de dejarle cuanto tengo, y darle un pellizco en el corazón, que vuelva a casa pensando en su vida.
-         Yo…-aún gimoteaba. Las palabras de Ramón la consolaban pero solo a medias.- Me fui de aquí sin saber lo que llevaba en mi vientre…


-         No te pido explicaciones. Solo ven aquí, recuéstate conmigo bajo nuestro particular árbol prohibido y dime, si después de tanto tiempo, después de la muerte aún podrías quererme como hice yo durante toda mi vida.


Ella se enjugó las lágrimas y sonrió, y sonrieron sus ojos, se apresuró a arrimarse a aquel pastor y lo besó en los labios como hacía casi sesenta años que no lo besaba. Aquella tarde etérea alcanzó una noche etérea gemela de otra igual muchísimo tiempo atrás. Toda una vida atrás. Cuando pasó el tiempo, cuando quisieron tener otra vez noción de la realidad, recogieron los bártulos, y con ellos su amor, y volvieron a la cabaña de piedra tras la colina que arropaba al manzano, despacio y de la mano.

-         Pronto volverá nuestro hijo, y le estaré esperando.


A los pies del manzano yacía un bote de cristal transparente, con una foto de Ramón sonriendo, con la misma sonrisa que ahora le ilustraba la faz…


Francisco José Rodríguez Romero
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 Astra las estrellas astrománticos!