viernes, 7 de enero de 2011

Luces amarillas





¿Cobre u oro?...Cobre, y oro.

 Es un color especial. Es un olor especial. Un mundo especial. Una gente especial. Calles mágicas y magia en el aire. Pero sobre todo, sobre todo, lo que te atrapa, lo que a mí me captura el corazón y me hace sentir lejos del mundo y a la vez en mi casa son las luces amarillas.

 Me refiero a las luces que a la noche, escupen un algo dorado al ladrillo rojo que te refresca, te limpia los pulmones con libertad y a la vez obnubila y da sueño. Quizás sea todo ese barroco de sus calles y dioses arquitectónicos, todo eso velazquiano que te lleva al siglo XVII y a jardines con fuentes que arrojan al cénit más negro un agua no menos dorada.



Supongo que el hecho de que yo serpee por los laberintos de la santa cruz, o con menos zigzag, todo recto, pasee de la mano del río, recordando con cada olor trianesco, el incienso del centro allá por marzo o abril, de que con cada farola vieja recuerde alguna otra más digna en el casco antiguo; el hecho de que conforme envejecen las horas, me acuerde de cada madrugada en la que el frío parece que se pega a la cara como una pegatina que a la vez casi pudiese proteger la piel del pesimismo que te llena el llevar los pies como botas y los párpados como cristales por acosar de crepúsculo a crepúsculo al cachorro y a macarena; como decía, supongo, que todos esos hechos solo se dan por una razón: siento que ese palacio es tan mio como de Don Diego o Don Bartolomé.



¿Por qué esas luces amarillas, casi parecen comestibles? ¿Por qué tengo la sensación de que si lamiese el aire sabría a algo tan rico como de leyenda, como de cuento medieval?

¿Por qué el alzar la vista al cielo mientras transito una calle que solo yo puedo recorrer, porque es estrecha, porque solo quepo yo y un par de macetas con azahar, se me acelera el corazón por la emoción de sentir que quizás, al terminar el vuelo por los lares catedralicios presenciaré un duelo a muerte, entre Bécquer y sus propias leyendas mientras Carmen la gitana, la de Bizet, canta fresca?

¿Por qué puedo entrar en cualquier patio antiguo con la naturalidad con que entraría a mi propio atrio, y a la vez con la sencillez que dona el jazmín, la piedra y el silencio, sentir que entro en algún templo de la cultura?

¿Por qué aquí si pisaría una Iglesia para descansar yo conmigo mismo en mi ensimismamiento anhelando que en la puerta de esa franquicia de Dios hubiese naranjas amargas pendiendo de un arbolito solemne y tan viejo y alcahuete como el que se sienta en el taburete a la puerta de casa a ver el pasar?

Es un color especial, sí. Esas luces amarillas son la esencia de la diferencia. Es cierto; Sevilla tiene un color especial.

Será por eso que a pesar de no haber vivido Sevilla, la siento nostálgica cuando vuelvo…Y es que, aunque las nieves del tiempo plateen mi sien, volveré siempre a disfrutar como hay que hacer con todo lo bueno, en pequeñas dosis, de mi cuna. A fin de cuentas, es la tierra que me vio nacer…



Astra las estrellas astrománticos!